miércoles, 30 de mayo de 2012

Mayo. Mes del Libro. Día 30


Gianni Rodari


"Escritor, periodista, pero también militante político, maestro y pedagogo, para Gianni Rodari, todas estas actividades forman parte de una misma militancia, la de abrir en el mundo un espacio para la imaginación creadora, la de permitir a los niños intervenir en ese mundo imaginando nuevas posibilidades, llevándolas a cabo."
Tomado de aquí




El sol y la nube


 El sol viajaba por el cielo, alegre y glorioso sobre su carro de fuego, lanzando sus rayos en todas
las direcciones, a pesar de la rabia de una nube de humor de temporal, que rezongaba.
                   
- Despilfarrador, mano rota, regala, regala tus rayos, verás cuántos te van a quedar. En los viñedos
 cada grano de uva que  maduraba sobre los sarmientos robaba un rayo al minuto, o  también dos;
 y no había una brizna de hierba, o araña, o flor, o gota de agua, que no se tomase su parte.

- Deja, deja que todos te despojen: verás como te lo agradecerán, cuando no tengas nada más
para regalarles.
El sol continuaba alegremente su viaje, regalando rayos por millones, por miles de millones, sin contarlos.

Solamente al ocaso contó los rayos que le quedaban: y fíjate,  no le faltaba ni siquiera uno. La nube,
de la sorpresa, se disolvió en granizo.
 El sol se zambulló alegremente tras el horizonte.



Uno y siete


He conocido un niño que tenía siete años. Vivía en Roma, se llamaba Paolo, y su padre era un tranviario.
                   
Pero vivía también en París, se llamaba Jean, y su padre trabajaba en una fábrica de automóviles.
                   
Pero vivía también en Berlín, y allá arriba se llamaba Kart, y su padre era un profesor de violonchelo.
                   
Pero vivía también en Moscú, se llamaba Yuri, como Gagarin, y su padre era albañil y estudiaba  matemáticas.
                   
 Pero vivía también en Nueva York, se llamaba Jimmy, y su padre tenía una gasolinera.
                   
 ¿Cuántos he dicho ya? Cinco. Me faltan dos:
 uno se llamaba Ciú, vivía en Shangai y su padre era un pescador; el último se llamaba Pablo, vivía en Buenos Aires, su padre era escalador.
                   
 Paolo, Jean, Kart, Yuri, Jimmy, Ciú y Pablo eran siete pero siempre el mismo niño que tenía ocho años, sabía ya leer y escribir y andaba en bicicleta sin apoyar las manos en el manillar.
                   
Paolo era trigueño, Jean era blanco y Kart, castaño, pero eran el mismo niño. Yuri tenía la piel blanca,
 Ciú la tenía amarilla, pero eran el mismo niño. Pablo iba al cine en español y Jimmy en inglés, pero eran
 el mismo niño, y reían en el mismo idioma.
                   
Ahora han crecido los siete, y no podrán hacerse la guerra, porque los siete son una sola persona.


A jugar con el bastón


Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.
                   
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
                   
 - Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
                   
 Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
                   
 Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
                   
 Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededo del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
 Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino
 el mismo mango encorvado.
- Quiero probar de nuevo -dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
 Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas
y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
 Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el
patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después
 una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
 Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido,
 el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
  Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
 Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor
cualquiera, un poco cansado por el paseo.
 -¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
 -Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me
apoyaré en el muro y será lo mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a
 un niño.


Historia universal

Al principio, la Tierra estaba llena de fallos y fue una ardua tarea hacerla más habitable. No había puentes para atravesar los ríos. No había caminos para subir a los montes. ¿Quería uno sentarse? Ni siquiera un banquillo, ni sombra. ¿Se moría uno de sueño? No existían las camas.

 Ni zapatos, ni botas para no pincharse los pies. No había gafas para los que veían poco. No había balones para jugar un partido; tampoco había ni ollas ni fuego para cocer los macarrones. No había nada de nada. Cero tras cero y basta.

Sólo estaban los hombres, con dos brazos para trabajar, y así se pudo poner remedio a los fallos más grandes. Pero todavía quedan muchos por corregir: ¡arremangaos, que hay trabajo para todos!

Aprobado más dos

- Socorro, socorro -grita huyendo un pobre Diez.
 - ¿Qué hay? ¿Qué te pasa?
 - ¿Pero es que no lo veis? Me persigue una Resta. Si me  alcanza, estoy perdido.
 - Anda, perdido...
Dicho y hecho: la Resta ha atrapado al Diez y le salta encima repartiendo estocadas con su afiladísima espada. El pobre Diez pierde un dedo, y luego otro. Afortunadamente para él pasa un  coche extranjero
así de largo; la Resta se vuelve un momento para ver si conviene acortarlo y el buen Diez puede tomar las 
de Villadiego, desapareciendo por un portal. Pero ahora ya no  es un Diez: sólo es un Ocho y
 además le sangra la nariz.
 - Pobrecito, ¿qué te han hecho? Te has peleado con tus compañeros, ¿verdad?
"Mi madre, ¡sálvese quien pueda!", se dice el Ocho.
 La vocecilla es dulce y compasiva, pero se trata de la  División en persona. El desafortunado Ocho balbucea "buenas  tardes" con voz débil e intenta volver a la calle, pero la División es más ágil y de
 un solo tijeretazo, ¡zas!, le corta en dos trozos: Cuatro y Cuatro. Uno se lo mete en el bolsillo, 
 pero el otro aprovecha la ocasión para escapar, regresa corriendo a la calle y sube a un tranvía.
 Hace un momento era un Diez -llora- y ahora, miradme. ¡Un  Cuatro!
Los estudiantes se alejan precipitadamente; no quieren saber nada con él. El tranviario murmura:
 - Ciertas personas deberían tener por lo menos el buen sentido  de ir a pie.
- ¡Pero no es culpa mía!- grita entre sollozos el ex Diez.
 - Sí, claro, la culpa es del gato. Todos dicen lo mismo.
 El Cuatro baja en la primera parada, colorado como un sillón  colorado. ¡Ay! Ha hecho otra de las
suyas: ha pisado a alguien.
 - ¡Disculpe, disculpe señora!
Pero la señora no se ha enfadado; es más, sonríe. Vaya, vaya, ¡si es ni más ni menos que la
 Multiplicación! Tiene un corazón  así de grande y no soporta ver infelices a los demás: se  sienta
y multiplica al cuatro por tres, y he aquí un magnífico Doce, listo para contar una docena de huevos completa.
  - ¡Viva! -grita el Doce-, ¡estoy aprobado! Aprobado más dos.

Cuentos tomados de aquí.








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