UNA ANTIGUA MÁQUINA DEL TIEMPO
Raúl Alejandro López Nevado - España
Se trataba de uno de esos raros objetos en los que la tecnología se confunde con la magia. No conocía su funcionamiento, sólo sabía que funcionaba. Así, lo manipulaba con cuidado, temeroso de que el delicado mecanismo de la máquina sufriese algún desperfecto, y aquellas sensaciones fascinantes desaparecieran.
Era, por supuesto, una máquina del tiempo, una especie de cronovisor que le permitía asistir a escenas de la más remota antigüedad o el más lejano futuro con sólo unos movimientos.
Recordó su primer viaje, Platón y Sócrates conversaban plácidamente en la noche ateniense. La imagen del primero era clara y brillante, había en el segundo, sin embargo, algo de desdibujado y gris. Continuó avanzando: un imperio que se alzaba y caía, reminiscencias ptolemáicas en Egipto, otro imperio, Mare Nostrum, y el lejano resplandor de Jerusalén. Llegó lentamente a Cristo, lo vio como un hombre sagaz y enérgico, y no obstante, algo en él también aparecía desdibujado. Descubrió que esa bruma cubría a otros más: largos años del oscuro Copérnico ordenando el cielo, la madurez del terrible Rimbaud abandonado, o la vetusta soledad del gigantesco Nietzsche escribiendo para el mañana.
Espoleado por ese enigma, siguió noche tras noche indagando el secreto que unía a aquellos hombres. Tal vez, hoy lo lograra.
Dispuso la máquina diestramente sobre sus rodillas y la abrió en dos mitades asimétricas, poco después, pasó absorto la primera página.
Raúl Alejandro López Nevado - España
Se trataba de uno de esos raros objetos en los que la tecnología se confunde con la magia. No conocía su funcionamiento, sólo sabía que funcionaba. Así, lo manipulaba con cuidado, temeroso de que el delicado mecanismo de la máquina sufriese algún desperfecto, y aquellas sensaciones fascinantes desaparecieran.
Era, por supuesto, una máquina del tiempo, una especie de cronovisor que le permitía asistir a escenas de la más remota antigüedad o el más lejano futuro con sólo unos movimientos.
Recordó su primer viaje, Platón y Sócrates conversaban plácidamente en la noche ateniense. La imagen del primero era clara y brillante, había en el segundo, sin embargo, algo de desdibujado y gris. Continuó avanzando: un imperio que se alzaba y caía, reminiscencias ptolemáicas en Egipto, otro imperio, Mare Nostrum, y el lejano resplandor de Jerusalén. Llegó lentamente a Cristo, lo vio como un hombre sagaz y enérgico, y no obstante, algo en él también aparecía desdibujado. Descubrió que esa bruma cubría a otros más: largos años del oscuro Copérnico ordenando el cielo, la madurez del terrible Rimbaud abandonado, o la vetusta soledad del gigantesco Nietzsche escribiendo para el mañana.
Espoleado por ese enigma, siguió noche tras noche indagando el secreto que unía a aquellos hombres. Tal vez, hoy lo lograra.
Dispuso la máquina diestramente sobre sus rodillas y la abrió en dos mitades asimétricas, poco después, pasó absorto la primera página.
Tomado de: http://axxon.com.ar/
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