MENTIR por María Teresa Andruetto
¿Qué puede hacer una niña tímida, de ocho, nueve, diez años,
que tiene nariz grande, piernas flacas, ropa deslucida y que se sabe invisible
para sus compañeras de grado? ¿Qué puede hacer esa niña a la que su madre ha
contado cuentos cuando ella era la niña de la niña que hoy es, sino leer, leer
desaforadamente todo lo que hay en su casa? ¿Y qué hay en su casa? Una mezcla
de Twain y D´Amicis, de Stevenson y Tagore, de Dumas y Olegario Andrade, de
Collodi y Kempis, una edición bellísima de El Quijote, varios Shakespeare en
las ediciones populares de Tor, una Divina Comedia, un Decamerón, muchos libros
sobre cooperativismo, muchas biografías y relatos de viaje, una colección de
literatura política argentina que tiene desde Alberdi a Monteagudo, desde
Moreno a Mansilla, con todo Sarmiento y todo Echeverría, y, sobre todo, mucha y
buena literatura informativa, enciclopedias, diccionarios, historias
universales y argentinas, historias de la música, del arte, de la fotografía,
de la filatelia... porque no era la literatura sino el conocimiento lo que
primaba en la casa y había que saber, saber cómo se hacen las cosas, cómo está
compuesto el universo, cómo se generó la vida en la Tierra... porque los libros
tenían un sentido utilitario y tal vez no hiciera falta leer una novela, pero
cómo ignorar la evolución de la pintura desde Altamira hasta Picasso. Y yo, la
niña que yo era, iba por esos libros inmensos que, sin duda, no comprendía, con
el mismo desparpajo, con la misma irreverencia con que transitaba por las fotonovelas
—Nocturno, Chabela, Idiliofilm— que había, a montones, en la casa de mi amiga Rosa, o por
las hojas teñidas de sangre de la revista Así en las que el carnicero envolvía la
carne que me habían mandado a comprar. Todo tenía para la imaginación de mis
ocho, mis diez años, el mismo valor, porque yo iba por esos libros y diarios y
revistas, buscando anécdotas, historias, para contárselas a mis compañeras de
grado, historias que, mentirosa, contaba como propias. Iba a la escuela cada
mañana, y en el recreo largo, me sentaba en un banco de cemento, en el patio y
les contaba a mis compañeras de entonces algo que había leído el día anterior,
una historia que alargaba o modificaba a mi antojo, para agregar suspenso o
acabar a tiempo para regresar al aula. Ellas no sabían que esas historias no me
pertenecían, que se trataba de episodios robados a los libros, y yo sentía por
eso una inmensa vergüenza, pero lo mismo contaba, como un vicio cuya marcha no
podemos detener, yo contaba. Lo que no sabía era que en aquellas historias
narradas para que me quisieran mis compañeras de grado, yo estaba ejercitándome
ya en esta pasión, en este delicado hacer, en esto que Abelardo Castillo llama el oficio de mentir.
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