Predicar con el ejemplo
No «hay que leer». Ya lo decía el
escritor francés y profesor de literatura Daniel Pennac en el ensayo «Como una novela» con el
que lleva abriendo la mente a muchos padres y educadores desde hace 20 años: el
verbo leer, como el amar o el soñar, «no soporta el imperativo». Leer es un
derecho, no un deber. Es inútil obligar a leer y además resulta
contraproducente porque no se transmite una afición por la fuerza.
No se contagia un «virus» que no se tiene. Si los padres no
leen o sus hijos no les ven leer, difícilmente podrán convencerles de que se lo
van a pasar bien leyendo. Las personas a las que les gusta leer normalmente han
tenido algún familiar que les ha transmitido la pasión por los libros. La falta
de tiempo no es excusa porque cuando algo realmente se quiere, se busca el
tiempo, insiste Pennac.
La lectura, no siempre en soledad. Leer a un niño «es
una práctica fundamental, tal vez la más importante y eficaz sobre todo con los
niños que tienen dificultades para leer y les cuesta un gran esfuerzo», señala
el maestro, licenciado en Historia y logopeda Pablo Pascual Sorribas. Al escuchar a sus padres, comprenden
mejor el mensaje y disfrutan con la historia.
¿...y por qué en silencio? «¡Extraña desaparición la de la lectura en
voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos
derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza?
¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no
tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta
reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la
comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su
sentido?», escribía Pennac.
No al constante «¿qué has leído?». Examinar a los niños de cada capítulo o cada libro
convierte un placer en un examen, con la ansiedad que de ello se deriva.
Conversar sobre un libro que se ha leído fomenta la lectura, siempre que para
el niño no se sienta en un banquillo. Es el «derecho a callarse» de todo
lector, porque ¿a quién no le molesta que le pregunten qué ha entendido?
No a los clásicos por obligación. La escritora Ángeles Caso describía en el
artículo «Lectores del siglo XXI» como se enamoró de la literatura: «No
recuerdo que mi padre me negase nunca un libro. Ni por bueno ni por malo, ni
por demasiado sencillo ni por demasiado complicado, ni por moral ni por
inmoral. En mi casa leíamos con la misma fruición los «Cuentos del conde
Lucanor» y las historietas de Tintín, el «Poema del Cid» y las trastadas de
Guillermo Brown...». Y añadía: «Si alguna vez le devolví un libro sin
terminarlo, lo recogió con la misma sonrisa con que me lo había entregado, sin
hacerme sentir culpable o tonta por mi desinterés». Los padres pueden alentar y
estimular, pero los lectores tienen derecho a elegir.
No al «hasta que no lo acabes, no hay
televisión». La televisión se
convierte así en un premio y la lectura en un trabajo, en el peaje necesario
hasta la tele, una contradicción. Y puede ser la tele, o la consola...
Miguel de Cervantes decía:
«El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». No pongamos zancadillas.
Tomado de aquí
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