Algunas carteras realizadas en estos días, para familiares y amigos. También reuní en un libro de recetas redactado, impreso e ilustrado por mí algunas fórmulas mágicas para compartir con ciertas cocineras.Les pongo el prólogo de mi libro:
Hace mucho tiempo que tenía ganas de hacer algo así. Pero como toda cosa muy pensada, a veces no se concreta. Porque falta esto y lo otro y lo tengo que hacer así y asá. De pronto decidí juntar lo que ya estaba listo y…aquí está.
La cocina, para quien la disfruta, tiene aroma de platos servidos en la infancia, sabores irrepetibles, fórmulas secretas susurradas, delicias saboreadas mientras nos apoyamos en la mesada. En época de tantas correrías, una cocina sigue siendo un refugio.
Yo recuerdo las costillas de cordero cubiertas con puré que hacía la abuela y que nunca más probé. Los bizcochitos de maíz de la tía Aurora. El pirón que el abuelo (solamente él) podía hacer para acompañar al puchero. Iba revolviendo la fariña con cuchara de madera mientras la abuela alcanzaba los cucharones de caldo caliente y yo acudía con la cebolla de verdeo picadita.
Mi madre fue una excelente cocinera y mi suegra sufría de haraganitis al respecto, pero dejaba su cocina en mis manos y siempre estaba dispuesta a probar todo lo que saliera de allí. Y no es que no supiera cocinar. Nada de eso. En su momento fueron famosos sus niños envueltos perfumados de hierbabuena, sus empanadas y albóndigas dulces.
Con María, una amiga que me ofreció su casa y su corazón aprendí a hacer los tallarines caseros (amasados a mano y cortados con cuchillo) y un pastel de dulce de membrillo merengado, que según mi esposo fueron algunas de las cosas que lo sedujeron.
Si tengo que hacer una dedicatoria sería a todas las personas que me enseñaron algo del placer de la cocina, incluso aquellas anónimas con las que he intercambiado recetas y secretos culinarios. Para mis persones especiales va esto que pretende ser más que un libro, una conversación.
La cocina, para quien la disfruta, tiene aroma de platos servidos en la infancia, sabores irrepetibles, fórmulas secretas susurradas, delicias saboreadas mientras nos apoyamos en la mesada. En época de tantas correrías, una cocina sigue siendo un refugio.
Yo recuerdo las costillas de cordero cubiertas con puré que hacía la abuela y que nunca más probé. Los bizcochitos de maíz de la tía Aurora. El pirón que el abuelo (solamente él) podía hacer para acompañar al puchero. Iba revolviendo la fariña con cuchara de madera mientras la abuela alcanzaba los cucharones de caldo caliente y yo acudía con la cebolla de verdeo picadita.
Mi madre fue una excelente cocinera y mi suegra sufría de haraganitis al respecto, pero dejaba su cocina en mis manos y siempre estaba dispuesta a probar todo lo que saliera de allí. Y no es que no supiera cocinar. Nada de eso. En su momento fueron famosos sus niños envueltos perfumados de hierbabuena, sus empanadas y albóndigas dulces.
Con María, una amiga que me ofreció su casa y su corazón aprendí a hacer los tallarines caseros (amasados a mano y cortados con cuchillo) y un pastel de dulce de membrillo merengado, que según mi esposo fueron algunas de las cosas que lo sedujeron.
Si tengo que hacer una dedicatoria sería a todas las personas que me enseñaron algo del placer de la cocina, incluso aquellas anónimas con las que he intercambiado recetas y secretos culinarios. Para mis persones especiales va esto que pretende ser más que un libro, una conversación.
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