lunes, 18 de agosto de 2014

Ana Ribeiro en Tranqueras






Cicerón definió la Historia como “la maestra de la vida”. 
Suponemos que el papel del historiador es investigar buscando la verdad para proporcionarnos una visión del pasado, para permitir que esta maestra enseñe con conocimientos que nos ayuden a comprender el presente. Pero somos la materia de la Historia y somos los que la contamos. Por ahí las cosas se complican. A veces contamos lo que se nos antoja por motivos diversos. Congelamos hechos, congelamos personas. Y las contemplamos en un solo estado. Inamovibles. Es bueno, es muy bueno mirar los hechos históricos desde distintos ángulos. Es bueno conocer. Es bueno escuchar. Creo que desde la noche del sábado somos un poco más ricos. Por lo menos en lo que a mí respecta, en la riqueza que me interesa poseer.  Muchas gracias, Ana Ribeiro, por el conocimiento, por el buen decir, por la simpatía. Por ese gesto, ese detalle, de hacernos conocer esos documentos que nos acercan a Artigas a nuestra circunstancia geográfica.

Duraznero




Qué niebla ni niebla!!! Mi duraznero no se arredra!!!

Niebla






Niebla
Los de mi generación deben recordar aquellos libros de Idioma Español (todavía los tengo) de Marina López Blanquet. Entre tantos textos recuerdo uno que comenzaba así: "Niebla espesa oculta las cosas..." Así amaneció Tranqueras. Pero ahora ya tenemos sol.

Cup cakes improvisados


Quería hacer cup cakes. Domingo. Ya me había gastado la harina en unos panes. Pero mi ahijada venía a almorzar y quería un postre que le gustara. Tenía huevos, leche, manteca, azúcar, polvo de hornear. Necesitaba 500gr de harina para 24 tortitas. Pesé la harina: 150gr!!
Fui colocando en la balanza hasta completar los 500 gramos: harina de centeno, fécula de maíz, harina de almendras, harina de maíz (tipo crema, "creme " le dicen del otro lado de la línea divisoria), harina de lino, "farelo" de arroz (harina de la cáscara de arroz. Procedí como de costumbre, por último perfumé con ralladura de naranja y canela en polvo y agregué el polvo de hornear. Lo que tienen en el medio es un pedacito de guayabada. Quedaron de li cio sas!!! Ah! La cocina es como la alquimia, puro experimento. Hay que atreverse.

Tengo una muñeca vestida de azul...




Con la idea original de Valeska Solar hice esta muñeca.

sábado, 16 de agosto de 2014

Para el desayuno



¡Qué tal? Fácil!!! Una torta básica de manteca, perfumada con ralladura de naranja. Almíbar hecho con naranjas, vertido por encima. Un buen merengue. A saborear!

Encuentro catequístico en Tranqueras










En el marco de los 100 años de Tranqueras se realizó el Encuentro Catequístico Anual de la Diósesis Tacuarembó-Rivera.

martes, 12 de agosto de 2014

Robin Williams




¿Quién no tiene alguna película favorita de Robin Williams? Patch Adams, August Rush, Hook, La sociedad de los poetas muertos, El hombre bicentenario... entre tantas. Confieso que he visto Jumanji como veinte veces. La vida no es fácil, ni siquiera para quien siempre intentó arrancarnos una sonrisa. Gracias, Robin.

viernes, 8 de agosto de 2014

6 y 9 de Agosto

MIL GRULLAS  De Elsa Bornemann

Naomi Watanabe y Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los
chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el
mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y
Toshiro no entendían muy bien que era lo que estaba pasando.
Desde que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se
habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos callados
y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que flotaban en la sopa
diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de cada anochecer en torno a las
noticias de la radio, que hablaban de luchas y muerte por todas partes. Sin embargo,
creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo.
¡Ah…y también se estaban descubriendo uno al otro!
Se contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que sus
miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podrían transitar ese imaginario
senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio…
Pero Naomi, sabía que quería a ese muchacho delgado, que más de una vez se quedaba
sin almorzar para darle a ella la ración de batatas de había traído de su casa.
-No tengo hambre-le mentía Toshiro, cuando veía a la niña apenas si tenía dos o tres
galletitas para pasar el mediodía. - Te dejo mi vianda - y se iba a corretear con sus
compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que Naomi no tuviera vergüenza
de devorar la ración.
Naomi… Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas
trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero
ese futuro quedaba tan lejos aún…
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue el verano, que llego puntualmente
el 21 de junio y anunció las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas,
ese año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su
comienzo significaba que dejar de verse durante un mes y medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos un de la otra, sus familias no se
conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita.
Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
 Acabó junio y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque.
Se fue julio y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque.
Y aunque no lo supieran ¡Por fin llegó agosto!-pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue justamente el primero de esos cuando Toshiro viajó, junto con sus padres, hacia la
aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos, dos ceramistas
que veían apilarse vasijas en todos los rincones del local.
Ya no vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la
misma dedicación de otras épocas. –Para cuando termine la guerra… -decía el abuelo.-
Todo acaba algún día... – comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro se sentía que la
paz debería ser algo muy hermoso, porque los ojos de sus madres parecían aclararse
fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal como a el se le aclaraban los
suyo cuando recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba, sobre la
nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y ella
atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizo de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la
ventana de la habitación. ¡Qué alivio!
Una cálida madrugada le rozo las mejillas. Ella le devolvió un suspiro.
El dos y tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus.

Lento se apaga
El verano.
Enciendo lámparas y sonrisas.

Pronto
Florecerán los crisantemos.
Espera,
Corazón.

Después, achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en la
que escondía sus pequeños tesoros de curiosidad de sus hermanos.
El cuatro y cinco de agosto se los pasó ayudando a su madre y a las tías. ¡Era tanta la
ropa para remendar! Sin embargo, esa tarea no le disgustaba.
Naomi siempre sabía hallar el modo de convertir en un juego entretenido lo que acaso
resultaba aburridísimas para otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que
cada doscientas veintidós puntadas podía sujetar el deseo para que se cumpliese.
La aguja iba y venía, laboriosa. Así, quedó el pantalón de su hermano menor el ruego de
que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa de papá, el
pedio de que Toshiro no la olvidara nunca…
Y los dos deseos se cumplieron.
Pero el mundo tenía sus propios planes… Ocho de la mañana seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se ajusta su obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo
ahora?
“Ahora”, Toshiro pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera
vez en el cielo. El cielo de Hiroshima.
Un repentino resplandor ilumina extrañamente la cuidad.
En ella, una mamá amanta a su hijo por última vez.
Dos viejos trenzan bambúes por última vez.
Una docena de chicos canturrea: “Donguri Koro Koro- Donguri Ko…” por última vez.
Cientos de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi sale para hacer unos mandados.
Silenciosa explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegraron esta
mañana. Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el paso
de Hiroshima.
Ya ninguno de los sobrevivientes podrá volver a reflejarse en el mismo espejo, ni abrir
nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino requerido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién en diciembre logro Toshiro averiguar donde estaba Naomi ¡Y que aún estaba
viva, Dios!
Ella y su familia, internados en el hospital ubicado en la localidad próxima de
Hiroshima. Como tantos otros cientos de miles que también había sobrevivido al horror,
aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en sus misma sangre.
Y hacia ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El invierno insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabia si era el frío exterior o sus
pensamiento lo que le hacia tiritar.
Naomi se hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Con los ojos
abiertos y la mirada inmóvil. Ya no tenía sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobra su mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a morirme, Toshiro… -susurró, no bien sus amigo no se paró, en silencio, al lado
de su cama. –Nunca llegare a plegar las mil grullas que hacen falta…
Mil grullas… o Semba-Tsuru, como se dice en japonés.
Con el corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita.
Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente en un bolsillo de su chaqueta.
-Te vas a curar, Naomi- le dijo entonces, pero su amiga no lo oía ya: se había quedado
dormida. El muchachito salió del hospital, bebiéndose lágrimas.
Ni la madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban
temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa
desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de diarios, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos
libros parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos
los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre sombras. Esperó
hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto. Entonces, se
incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las mantas.
Mordiéndose la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en
secreto y volvió a su lecho.
La tijera llevaba oculta entre sus ropas.
Y así, en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recorto primero
novecientos ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno, hasta completar las mil
grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya amanecía.
El muchacho se encontraba pasando hilos a través de de la silueta de papel. Separó en
grupos de diez frágiles grullas del milagro y las aprestó para que imitaran el vuelo,
suspendidas como estaban de un leve hilo de coser, una encima de la otra.
Con los dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras de su
furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara. Por esa única
vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de su primo.
No había tiempo perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los kilómetros
que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas grullas.
-Prohibidas las visitas a esta hora- le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la
enorme sala de uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro insistió: -Sólo o quiero colgar estas grullas sobre sus lecho. Por favor…
Ningún gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las
avecitas de papel. Con la misma impasibilidad con que momentos antes le había cerrado
el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara: -Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi dormía.
Tratando de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso en su silla sobre la mesa de luz
luego se subió.
Tuvo que estirarse a más no poder para alcanzar el cielo raso. Pero lo alcanzó. Y en un
rato estaba las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados, firmemente
sujetos con alfileres.
Fue al bajarse que su improvisada escalera advirtió que Naomi los estaba observando.
Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Toshi-Chan… Gracias… -Hay un millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas -y el muchacho abandonó la sala sin darse cuenta.
En la luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas
empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó colar,
al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos de Naomi seguían sonriendo.
La niña murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los
adultos ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado en su
sangre?
Febrero de 1976.
Toshiro Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres hijos
y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle
por qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes telegráficos
que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se encuentran algunas grullas
de origami dispersas al azar.
Grullas seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.
Grullas desplegando alas en las que se descubren las cifras de la máquina de calcular.
Grullas surgidas de servilletitas con impresos de los más sofisticados restaurantes…
Grullas y más grullas.
Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe creer en aquella superstición
japonesa.
-Algún día completara las mil…-cuchicheaban entre risas-. ¿Se animará entonces a
colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno sospecha, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la perdida
de Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.


Extraído de No somos irrompibles, doce cuentos de chicos enamorados.

Como hacer una Grulla de Origami - Tutorial